Manuel Calviño y yo, cuatro años atrás
Muchos en la calle hablan de sus años como miembro del grupo Moncada, de sus clases en la Universidad de la Habana o de su programa semanal televisivo Vale la pena, pero lo que de seguro nadie imagina es que Manuel Calviño llegó a la Psicología casi por casualidad, entre otras causas, debido a un acto de prepotencia de su juventud.
Corrían los años 60 y Calviño era estudiante de duodécimo grado del preuniversitario. En el momento de hacer la elección de carreras, estaba sentado con un grupo de amigos en el Parque Mariana Grajales del Vedado, cuando la directora de la escuela se le acercó – “Usted no ha llenado boleta. ¿Qué carrera piensa pedir?”- Respuesta de Calviño- “Dicen que hay carreras que tienen requisitos especiales ¿Cuál de esas es la más difícil?”. “Psicología”, le respondió ella. Y rápidamente tomó la decisión de matricular allí. “Este acto de altanería fue el primer acontecimiento que me llevó a lo que es hoy mi vida”.
Algún tiempo ha pasado desde que culminó sus estudios en la Universidad de la Habana. Hoy posee los merecidos títulos de Profesor Titular, Doctor en Ciencias Psicológicas y Master en Comunicación y Marketing. Cuando cuatro años atrás se me orientó entrevistar al profesor Calviño como parte de un ejercicio académico, vi ante mí un enorme reto. De aquel encuentro, siempre me quedará este diálogo.
¿Hábleme un poco más de aquel momento en que se despertó en usted el interés por la Psicología?
Es imposible hablar de un momento. El interés es algo que va apareciendo por diferentes vías y todas estas te van llevando a un mismo lugar. Más allá de aquel acto de matricular Psicología por altanería en el momento en que me tengo que decidir por una carrera, lo más relevante lo concientizo después de las pruebas de aptitud. Mi padre era médico. Siempre había querido estudiar Psiquiatría y tenía la casa inundada de libros de Psicología. En el momento de elegir una especialización, a una de sus hermanas se le diagnostica un problema en el corazón, y decide estudiar Cardiología para facilitar el ingreso y los medicamentos. Pero aquellos libros de Psicología los devoré sin saber lo que estaban creando en mí. De alguna manera, creo que realicé, sin saberlo, una especie de misión, o de proyecto frustrado de mi padre. Llego a la Psicología por un designio familiar inconsciente, porque hay un sedimento que se ha estado formando en mí, que tiene mucho que ver con la subjetividad, con el alma, y por aquel acto de prepotencia, que no fue más que un síntoma de algo que ya estaba en mí y encontró su momento de aflorar.
Se comenta que en el preuniversitario, Manuel Calviño era un poco regado ¿Es cierto?
Si. Fui bastante mal estudiante, pero no en el sentido de no comprender, sino en el de no querer. Tocaba en grupos musicales y prefería divertirme a estudiar. De hecho, perdí el último año de preuniversitario. Pero este acontecimiento marcó mi vida, no porque sintiera vergüenza, sino porque en este año me convertí en profesor emergente de la secundaria básica “Rubén Martínez Villena”, por la asignatura de Física, la cual, casualmente, era la única que había suspendido en el pre. Entonces descubrí que me gustaba producir e intercambiar conocimientos en el aula. Por lo que ese curso, que supuestamente “perdí”, fue en el que “gané” mi descubrimiento: me reconocí en dos de mis grandes pasiones: la Psicología y el magisterio.
¿Cómo era la atmósfera que reinaba en la Universidad durante sus años de estudiante?
El 1970 fue un año de viraje y reconsideración. La Universidad era hiperkinética. La Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) se separaba de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) para enarbolar perfiles propios y mancomunados. Fueron años de reedificar el sentido protagónico del estudiantado alrededor de su federación propia. La escuela de Psicología era un hervidero de ideas y proyectos de hacer lo propio, de abrazar concientemente el pensamiento marxista, para la construcción de una Psicología despegada de los moldes americanistas. Más allá y desde la militancia política, se enarbolaba el rendimiento docente, la participación en las acciones estudiantiles y ciudadanas, el crecimiento de la cultura artística y la práctica del deporte. Fueron años con muchos aciertos, pero no sin desaciertos: recuerdo las actitudes hostiles con los religiosos, la exclusión de los homosexuales, las etiquetas de “conflictivo”, la sustitución de la dificultad del aprendizaje por la “mala actitud ante el estudio”. El diversionismo ideológico era la receta aplicada a toda disensión real o presupuesta. Se cometieron arbitrariedades, pero nunca se hizo desde la mala intención, son errores que nos dejan el compromiso de no volver a sus dominios.
Hacia mediados de los setenta nos lanzamos a los estudios de postgraduación. Teníamos la necesidad de conceptualizar nuestras prácticas y fueron los países socialistas quienes nos abrieron las puertas para dar cause a este anhelo. Sin saberlo, nos convertimos en la generación del viraje científico y profesional de la universidad.
Los setenta también son los años de la institucionalización. Surge el Ministerio de Educación Superior (MES), el cual, en mi opinión, nació bajo un modelo de institución dictaminadora y controladora. Entonces vinieron años difíciles. Los parámetros empezaron a ocupar el lugar de lo que necesita alguna parametrización; las normas, el lugar de los procesos reales; la metodología comenzó a sustituir a la creatividad académica. Los objetivos, el sumario, los minutos de motivación, las preguntas de control, las conclusiones eran priorizadas por encima del auténtico acto de enseñar. Pero nada de esto me convoca a la queja, sino al aprendizaje. Todos fuimos de alguna manera cómplices y todos somos y tenemos que ser, artífices del cambio y de la imposibilidad de reaparición de fantasmas del pasado.
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